jueves, 16 de agosto de 2007

Érase una vez un mundo feliz...

Cierto es, querida compañera de facultad, que ya nos hemos sumergido forzosamente en la edad o etapa de las responsabilidades. Comparto toda tu descripción, punto por punto, sobre la obligada pérdida del paraíso infantil y adolescente, y la posterior entrada en el mundo cruel y sin alma que nos ha tocado vivir. No solamente uno o una (y viceversa) se da cuenta de lo infernal que va a ser la vida a partir de ahora, sino que la gente más inteligente y trabajadora vivirá para siempre con el yugo del mundo circundante, tan estúpido, banal, efímero, desconcertante, destructor, malvado y absurdo, que las razones para seguir adelante se reducen en número y, por lo tanto, empequeñecen. Sí, cuando todo el mundo te sonreía eras feliz, cuando todos te acariciaban la mejilla y te pasaban la mano por el pelo con todos esos comentarios cariñosos rodeándote te sentías especial. Ahora, todo ha cambiado, somos un número, un individuo que produce, y produce, y produce, tanto y por un periodo de tiempo tan extenso que a veces uno/una se pregunta el por qué.
Cuando los celos, las pasiones los jefes incompetentes nublan nuestras vidas, sólo nos queda la evasión, una evasión hacia el pasado, hacia otro lugar alejado en el tiempo y en el espacio de la ambición desmedida y la frustración materialista del campeón de los subnormales. No, no quiero trabajar cuarenta años para tener casa, un derecho constitucional que nos pertenece sólo por haber nacido aquí, así de simple, quiero vivir para sentir, para amar a mis seres queridos (pocos), para saber que sigo siendo un niño inocente, tranquilo, soñador.
Aún así la vida es sabia la mayoría de las veces, ya que tal y como decía Paul Bowles en "El Cielo Protector" (un libro muy recomendable), no sabemos cuando vamos a morir y por lo tanto pensamos que todas las cosas bonitas que vemos o sentimos serán percibidas o experimentadas de forma ilimitada, hasta el infinito, sin restricciones, una vez, y otra, y otra. Sin embargo es todo una ilusión, todo ocurre un número limitado de ocasiones, y, a pesar de todo, parece algo sin límites, que será revivido para siempre. La intensidad de nuestras ansias de felicidad y dignidad nos otorgan el espejismo de lo absoluto e infinito, reflejo de nuestra psique, hambrienta y llena aún de sueños inocentes y duraderos.
La identidad y el viaje van unidos, intentemos respetar e incluso ignorar a los piratas de lo grosero y caduco a través de nuestra voluntad y nuestros entrañables recuerdos de cuando hayamos podido ser felices.

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